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Saturday, October 29, 2016

Vacaciones en el sur argentino

El domingo 1 de febrero de 2015 publiqué un relato de ficción de unas vacaciones en un parque nacional en el sur de Argentina. Como protagonista de la historia un Renault 12. Encuentran el relato en este enlace:



Mauricio Uldane
Editor de Archivo de autos

Archivo de autos tiene Internet propia financiada por sus seguidores y por publicidad en este blog.

Fin de semana

El plan era perfecto para ese fin de semana. Mi amigo Juan Martín me pidió que le trajera del sur su Mini. Con ese auto había participado en un rally en los lagos del sur. Esas carreras de regularidad que solo son para gente muy rica y poderosa. Mi amigo solo es rico.



Juan Martín corría con todos los gastos. Mi favor, porque me lo había pedido, era ir a buscar al Mini al estacionamiento del hotel donde había finalizado el rally. Recogerlo y llevarlo hasta la ciudad más próxima para que el domingo por la tarde lo subiera al camión plancha que lo traería de regreso.

Así que el plan era tomar un avión hasta el sur el sábado por la mañana y regresar el domingo por la tarde, luego de embarcar el Mini, de la misma forma. Con lo cual mi amigo me “regalaba” un fin de semana en los lagos del sur.

Acepté de inmediato. Esta época primaveral era buena para conocer un destino turístico lejano y desconocido para mí. Encima sin turistas dando vueltas por todos lados. Así que el plan me pareció perfecto. Claro en teoría, pero qué podía salir mal.

Cuando llegué con el avión un auto me estaba esperando en el aeropuerto para llevarme al hotel, que estaba ubicado en las afueras de la ciudad. Todo lo había arreglado mi amigo Juan Martín. Él no había podido embarcar el Mini porque en su empresa surgió un problema que necesitaba de su urgente presencia.

Ya era cerca del mediodía cuando llegué al hotel. Luego de presentarme en la conserjería y pedir las llaves del Mini me enteré que tenía un almuerzo a mi disposición. Por supuesto que me estaban esperando. Juan Martín lo tenía todo planeado. O casi todo.

Así que me quedé a almorzar en ese hotel donde un día de alojamiento equivalía a una semana de mi trabajo diario. Lejos, muy lejos, estaba en poder pagar semejante disparate. Ahora debo reconocer que el ventanal del restaurante del hotel con vista al lago valía lo que te cobraban.

No podía creer lo que estaba viviendo. Un almuerzo de lujo en un hotel de lujo al lado de un lago de ensueño. Por un momento pensé que me despertaría en algún momento, pero no fue así. Era la realidad en ese sábado de primavera en el sur del país. Y encima estaba casi solo comiendo, salvo esa pareja de suecos al otro lado del salón.

El resto era una calma chicha. Eso me lo confirmó el mozo un santiagueño que hace 20 años está trabajando en el hotel. “En esta época solo vienen algunos europeos, como esos suecos de allá”, me dijo Carlos, así se llamaba el mozo. Estaba algo lejos de su provincia natal.

Almorcé tranquilo dilatando lo máximo el disfrute de la comida, del paisaje y del hotel carísimo. Todo pagado por mi amigo en recompensa porque le recogiera su amado Mini con el que había corrido el rally.

El estacionamiento del hotel había sido el parque cerrado de ese rally. Además el lugar desde donde largaron y finalizaron la competencia de regularidad. Claro había sido uno de los auspiciantes del rally. Además de un montón de otras marcas de primer nivel. Casi me sentía en Montecarlo, sin mar a la vista, claro está.

Según Carlos a Juan Martín no le había ido nada mal en el rally llegando entre los 10 primeros, pero sin ocupar el primer puesto. Me imagino que mi amigo no estaría muy contento con el resultado. Le gustaba ganar siempre, desde chico. Lo sé porque lo conozco desde el jardín de infantes.

Terminado el almuerzo no me quedó más remedio que dejar el lujoso hotel y llevar el Mini hasta la ciudad. Ahí ya tenía otro alojamiento reservado por mi amigo, sin tanto lujo. Pero nada desdeñable por los datos que tenía. Faltaba un tiempo para eso.

Arranqué el Mini y me encaminé a la ruta de montaña que me llevaría a la ciudad luego de recorrer unos 10 kilómetros. Me dispuse a disfrutar del viaje por semejante paisaje sureño. Duró algo, al menos disfruté un poco.

En una curva me encontré con una morocha de rulos que agitaba los brazos al lado de la ruta. Tirado a un costado un Renault 12 de color azul. “Se me rompió un extremo de dirección”, me dijo la morocha al asomar su cabeza por la ventanilla del acompañante. ¡Qué perfume! Fue la primera sensación en mi cabeza.

La segunda que la mina sabía de mecánica. Me habló de extremo de dirección y no de una rotura en general. “Tengo que llegar a la ciudad. Viene mi abuela desde el norte”, me dijo la morocha de rulos. “Yo voy para allá”, le dije mientras le abría la puerta del auto de mi amigo. No creo que se pusiera contento si se enteraba que había llevado a una pasajera.

Pero en estos lugares apartados es común “hacer dedo” para que te alcancen hacia alguna parte. Además la morocha había tenido un problema mecánico y encima estaba sola. Pero no por eso parecía desvalida, su presencia decía todo lo contrario.

Marisa se llamaba la morocha de rulos, que se mecían al compás de su cabeza. “Justo hoy se tiene que romper el extremo de dirección”, protestó Marisa mientras se acomodaba en el Mini al lado mío. Cosas que pasan con los fierros viejos le dije, como para tranquilizarla un poco.

“¿La radio funciona?”, me preguntó Marisa. Le dije que creía que sí. Entonces me miró y me preguntó: “¿Cómo que crees?”. Le confesé que el auto no era mío sino de un amigo. “¡Ah, vino a correr el rally! Seguro que es un tipo de guita”, sentenció desde el asiento del acompañante.

Tenía toda la razón del mundo, para que negar ese pensamiento. Le conté cuál había sido el trato con Juan Martín para ese fin de semana en los lagos del sur. Mientras Marisa buscaba en el dial de la radio, que sí funcionaba, una emisora determinada.

En eso la voz de una locutora estaba pasando mensajes. Raro los mensajes me parecieron a mí que vengo de una gran ciudad. “Luisa avisa que la esperen en la ruta que llega esta tarde”, dijo la locutora por la radio. Y así siguió un buen rato con mensajes de ese tipo.

Que Fulano esperara a Mengano con las gallinas en la tranquera y otro tipo de mensajes que mi mente trataba de decodificar. “¿Qué son esos mensajes?”, le pregunté a Marisa sin sacar los ojos de la ruta de montaña. “Es la manera que tenemos de comunicarnos en el valle”, me dijo.

Entonces me contó que los celulares no servían para mucho cuando se dejaba la ciudad. Y era cierto había notado que desde que llegué a la zona no tenía la menor rayita de señal. Pensé para mis adentros que esta tecnología de avanzada podía dejarnos huérfanos en un recóndito lugar del planeta.

En eso una noticia por la radio nos paralizó a los dos. Más adelante en la ruta que nos llevaba a la ciudad se había producido un alud. La ruta estaba totalmente cortada y se estaba trabajando para despejarla. “¡Cagamos!”, dijo Marisa desde su asiento.

“¿Hay manera de llegar a la ciudad por otro lado?”, pregunté inocentemente. Marisa me dijo que sí pero que nos llevaría a un rodeo de unos 50 kilómetros y por una ruta de ripio. “¿Ripio?”, dije casi en un grito pensando en el Mini de mi amigo.

Marisa me dijo que el ripio no le haría nada al Mini. “¿No sabes que en Europa se cansaron de ganar rallys con estos autos?”, me dijo entre un tono burlón y desafiante. Lo sabía pero no con el auto de Juan Martín. Él pensaba en su oficina metropolitana que el Mini estaría circulando por una linda carpeta de asfalto.

“El problema que ese camino no solo es de ripio. Sino que es angosto y de cornisa”, me dijo Marisa y agregó: “¿alguna vez manejaste en un camino así?”. Mudo estaba y negué con la cabeza. Tenía la boca seca y mi lengua parecía de estopa.

“El tema es que si el alud sigue su marcha bloqueará este camino que está más abajo. Para cruzar la zona tenemos que apurarnos. De lo contrario quedaremos atrapados en este lugar hasta el domingo a la tarde”, sentenció Marisa que como lugareña sabía de estas cosas, mucho mejor que un citadino como yo.

“¿Qué hacemos?”, le pregunté mirándola a sus ojos de un verde profundo. “Dejame manejar a mí”, fue su respuesta. Por un momento una rara sensación me atravesó la mente. Pero enseguida comprendí que era la mejor solución. Yo manejaría muy despacio por ese camino peligroso y necesitábamos imperiosamente ganarle al alud.

Cambiamos de lugar y nos aprestamos a realizar un viaje complicado. “Tenemos que llegar antes que sea muy tarde a la estación de servicio del Paraje del Cóndor”, me dijo. La verdad no entendía nada. Me explicó que en esa estación de servicio estaba el único teléfono fijo de toda la zona. Lo necesitaba para avisarle a su abuela que llegaría más tarde a buscarla.

Marisa me contó que había nacido en el valle y que a los 12 años aprendió a manejar con el Fairlane de su padre. Así que llevar al Mini por ese camino sería sencillo. Eso me tranquilizó un poco. Pensando en el porte del Fairlane en un camino de ripio de montaña comparado con el Mini de Juan Martín.

A un kilómetro salimos a la izquierda por un camino lateral que nos llevaría a nuestro escape del alud. Unos metros de asfalto y el ripio comenzó a ser el rey del camino. Así lo sería por los próximos 50 kilómetros. Pero no sería lo único, más adelante nos encontraríamos con un camino sin mantenimiento desde hacía mucho tiempo.

“Hacía mucho que no venía por acá. Desde que hicieron la nueva ruta de asfalto no vengo. La verdad que está bastante poceado”, me dijo la ahora conductora del Mini. Ahí comencé a darme cuenta que Marisa era realmente una piloto destacable.

Solo había visto acciones similares en pilotos de rally. Por momentos la aguja del velocímetro del Mini pasaba los 80 kilómetros por hora y yo pensaba en Juan Martín. El Mini se bancaba estoicamente el mal trato. Rogaba en lo más íntimo de mí ser que nos llevara, al menos, hasta el Paraje del Cóndor.

Por momentos Marisa tenía que manejar en zigzag para esquivar los cráteres del camino de ripio. Porque la categoría de pozos la habían perdido hacía mucho tiempo. Seguía maravillándome el manejo de esta mujer nacida en la montaña.

En otras ocasiones teníamos que bajar la velocidad por el lamentable estado del camino. Cuando podía le metía pata superando los 80 kilómetros por hora y con picos de más de 90. Ya había decidido no mirar el velocímetro y poner mis ojos en el camino.

“Cuatro ojos ven más que dos”, eso decía mi abuelita. Y gracias a eso nos salvamos varias veces de volcar con el Mini. La peor parte fue cuando ya en la ladera de la montaña el camino de cornisa había perdido algunas partes.

Tanto que alguna rueda se quedó colgada del precipicio. Precipicio que estaba justo en mi ventanilla como espectáculo abismal. Un error de Marisa y calculo que serían unos 100 a 200 metros cuesta abajo. “Cuesta abajo en la rodada”, la letra del tango se hizo presente en mi cabeza.

Y se lo dije a Marisa que me sonrió sin sacar los ojos del ripio y me dijo: “espero que por la salud de ambos no se cumpla”. El temple de esa morocha de profundos ojos verdes era admirable. Por un momento me asaltó la idea de porqué no se había dedicado a correr en rally.

No era el momento de distraerla con estupideces. Era el momento de ayudar a llevarnos de una pieza al Paraje del Cóndor. En una de las vueltas a la ladera de la montaña vimos el desastre que había hecho el alud y cómo avanzaba hacía el camino de ripio por el cual íbamos a pasar.

Justo casi al final había un viejo puente de madera y el alud parecía decido a llevárselo por delante. “Tenemos que ganarle al alud”, casi gritó Marisa. Terminó de decir y hundió su pie derecho en el acelerador del Mini. El auto pegó un salto hacía adelante y salimos casi disparados por el camino de cornisa.

Ahora ya parecía una montaña rusa. Me agarraba de donde podía por los sacudones dentro del habitáculo. Yo rogaba que el Mini se bancara el mal trato y que Marisa lograra cruzar el puente.

Mientras el alud seguía su loca carrera hacía el puente de madera. Un error significaría no poder cruzar a tiempo. Era cuestión de segundos, no ya de minutos. Mientras tanto seguíamos la carrera a los tumbos con el Mini.

A la vuelta de la última curva apareció el puente de madera a unos 100 metros. Marisa apretó más el acelerador. No quise mirar el velocímetro. Solo miraba el alud que estaba a mi izquierda y seguía avanzando como queriéndonos devorar a su paso.

Ya las ruedas delanteras del Mini tocaron las viejas maderas del puente. Ya el alud de barro, árboles y demás cosas arrastradas a su paso llegaba al mismo lugar. Al mismo tiempo que nosotros.

No sé cuanto tiempo nos llevó cruzar los casi 50 metros del viejo puente. Me parecieron horas. Cuando las ruedas del Mini tocaron otra vez ripio el viejo puente sucumbía al paso del alud. Un crujido de madera sonó atronador detrás de nosotros.

Marisa no dejó de imprimirle velocidad al Mini para separarlo del alud y todo lo que arrastraba a su paso. Recién frenó casi a unos 100 metros del viejo puente que ya no estaba prestando sus servicios. Pasamos justo, más que justo.

Creo que 5 segundos más tarde y estaríamos siendo parte del alud que seguía cuesta abajo en la rodada. Al menos no nos tenía como invitados. Marisa me miró a los ojos y me dijo: “Gracias por confiar en mí. Esta vez nos salvamos”.

“Todavía nos falta llegar a la estación de servicio. Pero ahora el camino es más tranquilo aunque esté poceado”, dijo y reanudamos la marcha. Encendió la radio nuevamente para conocer las noticias y los mensajes del valle.

Una hora más tarde llegamos a la vieja y perdida estación de servicio del Paraje del Cóndor. Es una especie de lugar pintoresco a los que llegan los turistas. Claro que por la ruta asfaltada del otro lado y que justamente termina en ese lugar.

Ahí descubrí que también había una linda hostería donde comer y hasta pernoctar si era del gusto del turista. Mientras Marisa hablaba por teléfono a la Radio del Valle, así se llamaba la emisora, me dediqué a revisar al Mini. Parecía estar todo en orden pese al viaje accidentado que habíamos tenido hasta ese lugar.

“Ya pasé el mensaje para mi abuela. Y también le avisé a mi viejo que el 12 se rompió”, me dijo Marisa. Ahí me contó que el padre tenía la única grúa del valle porque tenía un taller mecánico. Le pregunté cómo sabría su abuela de la demora y Marisa me respondió: “alguien le avisará. Todos nos conocemos en el valle. Además todo el tiempo estamos escuchando la radio”.

Me quedé tranquilo luego del estrés pasado en el viaje. “Entonces te invito a merendar”, le dije. Aceptó con una gran sonrisa y me confesó que el manejo del Mini en la cornisa le había abierto el apetito. Era lo menos que podía hacer luego que nos trajera de una pieza, el Mini incluido, al Paraje del Cóndor.

Tomando el café con leche, con unas medialunas espectaculares, descubrí que Marisa era una mujer muy interesante y no solo era una hábil conductora. Cosa que le dije porqué no había intentado correr en el rally. Me contó que por una cuestión de falta de los recursos necesarios y porque ayudaba a su padre en el taller mecánico.

Luego de almorzar reanudamos el camino hacía la ciudad en búsqueda de su abuela. Nos encontramos con ella, otro personaje digo de conocer, y con su padre que la había ido a buscar. Casi que había conocido a toda la familia gracias al Mini de Juan Martín.

“Este es el Mini que quedó en el hotel”, dijo el padre de Marisa cuando nos vio llegar. Marisa se encargó de contar nuestra pequeña odisea y ahí descubrí otra cualidad de esta mujer: lo bien que narraba historias.

Los despedí y me dispuse a pasar con tranquilidad el tiempo que me quedaba para embarcar el Mini de Juan Martín. Mientras recorrí algo de la ciudad del valle para hacer un poco de tiempo. Antes que nada llevé a un lavadero al Mini para dejarlo en condiciones. El camino de ripio lo había puesto a la miseria.

Nada estaba mal. Lo comprobé cuando lo elevaron para lavarlo de abajo. “Anduvo en el ripio con el Mini, ¿no, don?”, me dijo el muchacho que lo estaba lavando. “Sí”, le dije lacónicamente. No le iba a contar la historia del Mini con Marisa. Seguro que no me creería una sola palabra…

Mauricio Uldane

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Tuesday, October 18, 2016

Saturday, October 15, 2016

Otra historia de la ciudad

El domingo 18 de enero de 2015 publiqué un relato de ficción contando una historia de vida. Alguien nos cuenta su vida y recién al final se revela quién es. El relato lo encuentran en el siguiente enlace:



Mauricio Uldane
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Unas vacaciones con la Mercedes

Hoy será releer un viejo relato, de esos que eran anécdotas reales, cuando la ficción no estaba en mis planes. Así que les dejaré un relato publicado el lunes 16 de abril de 2012, cuando todavía no era una sección dominical. El enlace es el siguiente:



Mauricio Uldane
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Saturday, October 1, 2016

El auto de la familia

El martes 18 de junio de 2013 publiqué un relato contando anécdotas reales a bordo de El Ranquita un viejo Ford A del año 1930 que fuera propiedad de mi padre. Les dejo el enlace con el relato para que lo puedan leer:



Mauricio Uldane
Editor de Archivo de autos

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La foto familiar

Si íbamos de vacaciones a la costa, él estaba en la foto. Lo mismo cuando fuimos a pescar a Entre Ríos, o cuando estuvimos en la casa de la tía Julia en Catamarca. Si salíamos de paseo por el Tigre, él también estaba en la foto. Donde fuera la familia y hubiera una cámara de fotos, de las viejas, esas de rollo para revelar, él estaba presente como un integrante más. Y era así por ser el auto de la familia.



Como integrante de la familia tenía su nombre, el Cuadrado, y era lo que correspondía. Por eso aparecía en las fotos familiares y ahora está en el álbum con todos demás los parientes. Ese álbum tiene registro desde que el bisabuelo Pedro era un chico.

Muchos años y varias generaciones están presentes con su imagen en el álbum familiar. El Cuadrado también, como corresponde a un pariente más. Sí, se puede decir que el auto de la familia es un pariente. Porque se le toma cariño y se le habla, aunque algunos piensen que estamos locos.

Es amor por ese montón de fierros que es un auto clásico, o antiguo. Con sus días buenos y días malos, como un pariente más. Pero en el que se puede confiar. Por eso está presente en las fotos de la familia, porque es un integrante más.

Cuando recorro las páginas del álbum familiar aparecen varios autos que fueron de la familia, que nos llevaron a distintas partes del país. Pero el recuerdo siempre es para el Cuadrado. Tal vez porque fue el primer auto de la familia.

Aunque no era nuevo y tenía muchos kilómetros recorridos antes de llegar a casa. Pero nos dio muchas satisfacciones, vacaciones, paseos y salidas. Y él siempre nos llevó. ¡Cómo no va a estar en una foto familiar! ¡Debe estar, porque es parte de la familia!

Hace poco me llamó la atención una familia que se sacó una foto frente a su auto cero kilómetro a la salida de una concesionaria. Concesionaria que está cerca de mi casa. También me pareció llamativo que le pidieran a la persona que les estaba entregando el auto que tomara la foto con un celular.

Parecía que todos querían estar junto a su auto nuevo. Por un momento mi cabeza voló por las páginas del álbum familiar y recordé al Cuadrado. No era cero kilómetro, eran otras épocas del país, pero era el auto de la familia. Esa sensación me transmitieron estas personas en la vereda de la concesionaria.

Tal vez sea su primer automóvil, o su primer cero kilómetro, en la familia. La verdad que hace mucho tiempo que no veo fotos familiares con autos como integrantes. Antes era común. Siempre en la casa de algún pariente, o amigo, era costumbre ver fotos viejas y aparecer autos del pasado, como un integrante más de la familia.

Con historias para contar, desde divertidas hasta con dolores de cabeza. Como la vida misma. No todo es color de rosa. Eso lo sabemos de sobra los que ya tenemos caminados muchos kilómetros sobre este planeta.

Pero las fotos familiares con autos, como un integrante más, son raras de ver en estos tiempos que corren. Por eso me llamó la atención la situación frente a la concesionaria. No es para nada habitual. Se parece a una postal de tiempos idos donde los autos eran parte de la familia y merecían más de una foto.

Están los miles de álbumes familiares para corroborar los que les digo. Diría que son toneladas de fotos con autos y familias. Se podría armar un libro con esas fotos y cada una nos contaría una historia. Eso es lo que hace atractivos a esos autos, las historias que nos pueden contar.

Como el Cuadrado y sus viajes a distintos destinos. Y para un chico, como era por aquel entonces, un lugar seguro donde cobijarse a dormir una siesta. En especial en el asiento trasero. Ahí donde uno es rey y señor cuando solo tiene 6 años de edad. Más si no se tiene un hermano con quien compartir el asiento trasero.

Pero esos autos familiares llevaron nuestras cunas, nuestras bicicletas y nuestros juegos a distintas partes. Como se los puede olvidar. Por eso cada tanto abro el álbum familiar y comienzo a recorrer las décadas pasadas. No con nostalgia, sino para tener memoria de la historia de la vida propia. Donde está presente el Cuadrado.

Ese auto que cuando se lo menciona en la sobremesa familiar de un domingo cualquiera alguien, seguro, tiene una historia para contar. Esos somos las personas, un cúmulo de historias. Simplemente hay que saber contarlas. Todos tenemos dentro algo digno de ser escuchado.

La tradición oral es la primera literatura, aunque no fuera escrita en papel, que conocimos los seres humanos. Antes, pero mucho antes, que la escritura. Ahora contamos con más recursos para llegar a muchos más lectores, y mucho más lejos que nuestra tribu, o clan.

Siempre habrá una historia para contar de un auto antiguo, esos que nos acompañaron en la infancia, adolescencia y adultez. Lo mejor que hicimos fue sacarnos una foto con él. De esa manera, cada tanto, cuando hojeemos el álbum familiar estará presente ese amigo de fierro. Que en nuestra familia se llamó, el Cuadrado.

Ahora cuando termine de escribir estas líneas me voy hasta la biblioteca para buscar el álbum familiar. Quiero recorrer un poco sus hojas con cientos de fotos donde en muchas de ellas aparecen esos otros parientes, nuestros viejos autos que supimos conseguir. Entre todas esas imágenes me reencontraré con el Cuadrado, un viejo amigo de fierro.

Mauricio Uldane

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Saturday, September 17, 2016

Otro viaje en colectivo

El domingo 26 de abril de 2015 publiqué un relato de ficción sobre un viaje en colectivo. Los sucesos vividos arriba de ese bondi por las calles porteñas y su conductor. Les dejo el enlace con el relato:



Mauricio Uldane
Editor de Archivo de autos

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En viaje

El sacudón me despertó de mi sueño leve. Escuchaba voces y el traqueo del colectivo. Algo como un rumor de fondo, un tanto lejano. Lentamente abrí los ojos y percibí el espacio reducido del colectivo. ¿Por qué era tan chico el espacio? Eso me puso en alerta y me desperté de inmediato.



Ese colectivo además de ser chico en su interior era viejo. Muy viejo. Tanto que ni siquiera tenía puerta atrás. ¿Dónde estoy? Fue lo primero que asaltó mi mente. No recordaba haberme subido a ese colectivo. Ni siquiera era un feriado.

Lo cual podría explicar que fuera un recorrido turístico o algo parecido. Todavía mi cabeza estaba embotada con el sueño. Algún bache en la calle hizo que el sacudón de la carrocería me despertara. Lo hizo con un sonoro golpe de mi cabeza contra la ventanilla.

Mientras aclaraba un poco mis ideas comencé a ver el paisaje fuera de ese viejo bondi. Algo andaba mal. Todo lo que veía de la ciudad parecía viejo. Como de tiempos idos. Por un momento me asaltó la idea que estaba en plena década del cuarenta. A finales de esa década.

Al menos era por los autos estacionados que veía en el camino del colectivo. Busqué alguna respuesta en el interior de esa vieja unidad. Fue peor todos los pasajeros respondían, por su vestimenta, a ese paisaje de antaño.

Hasta mis ropas parecía de la época. Seguía tratando de aclarar mis ideas. Pero no encontraba la respuesta a lo que me sucedía. Despacio y más calmado buscaba un indicio de lo que me estaba sucediendo.

Mirar al conductor y su puesto de mando no mejoró en nada la situación. Nada de la máquina lectora de SUBE y menos una boletera de monedas, ya casi sin uso. En su lugar una boletera con boletos de papeles de todos los colores imaginables.

Además de la maquinita de monedas para el vuelto. Las conocía porque con los años vividos había viajado en los colectivos donde se compraba el boleto de viaje. Claro que no en una unidad tan antigua. Solo las había visto en fotos o en encuentros. Pero ahora estaba viajando en una de ellas. Estaba literalmente en viaje.

El tema era hacía dónde. “Próxima parada Retiro”, anunció de un grito el chofer del colectivo. Bueno al menos algo conocido pensé para mis adentros. Lo que no sabía era que ahí terminaba el recorrido de ese bondi. Estaba arriba de un viejo colectivo de la línea 45.

¡Cómo carajos había llegado ahí! No podía recordar nada. Menos que había viajado en el tiempo. Mientras pensaba cómo hacía para volver a mi casa. Perdón, como hacía para regresar a mi tiempo. Este claramente no era el mismo que vivía.

“Jefe, ya llegamos”, me dijo el chofer mirándome desde el espejo sobre su cabeza. ¿Qué le digo? Pensé mientras revolvía mis bolsillos en búsqueda de dinero para pagar el boleto de vuelta a casa. Para mi sorpresa tenía monedas que parecían de la época. Esto es un sueño pensé.

Pero todo parecía tan real que no podía creer que lo estuviera soñando. Hasta me pellizqué como en las películas. Y les juro que me dolió la marca que me dejé en el antebrazo izquierdo.

Me acerqué al chofer y el dije que quería regresar. Si podía hacerlo en este mismo colectivo. Me dijo que sí, pero me tenía que bajar en la parada. “Si el chancho lo ve arriba del bondi, me va a cagar a pedos”, me dijo en un tono porteño que hacía años no escuchaba.

“Espéreme en aquella parada”, me dijo señalado una de la vereda de enfrente. Justo donde termina el ferrocarril San Martín. Claro que no tenía ese nombre, pero conocía la vieja estación. Al menos un punto de referencia que no ha cambiado tanto.

A los quince minutos volvió el interno 19 de la línea 45. Le pedí un boleto hasta la Estación Lanús y le pagué. Hasta me dio vuelto y todo. Me dirigí al fondo del colectivo. Tenía un largo viaje para pensar qué hacer cuando llegara a Lanús.

Justo llegó un tren a la estación y el bondi casi se llenó de pasajeros. Mejor, pasaré desapercibido pensé y cerré los ojos para reflexionar un poco sobre la extraña situación que estaba viviendo. La charla de los pasajeros y el sonido de la ciudad fueron mi compañía por un tiempo.

Mientras mi cabeza buscaba una solución que no terminaba de encontrar. Todo era muy extraño. Mejor duermo algo hasta que lleguemos a Lanús. Tenía tanto sueño que no me vendría nada mal.

De todas formas el murmullo del viaje me seguía acompañando. Mezclado con el traqueteo del viejo Chevrolet que me estaba llevando a Lanús. Entre el sonido de los pasajeros, acompañado de algún motor de la calle, sumado a un bocinazo y demás ruidos callejeros comenzaron a convertirse en un susurro.

Ya los oía a lo lejos. Lentamente me volví a dormir. Espero no pasarme de la estación de Lanús. Fue lo último consciente que recordé. No sé cuanto tiempo pasó, pero nuevamente una voz narraba algo. ¿Y ahora qué? ¿Dónde carajos estoy?

La voz parecía de un locutor y tenía una música de fondo. ¿Qué raro? Si estoy dormido en el 45 camino a Lanús. Una luz fuerte me daba en los ojos y la música era más fuerte. Venía justo delante de mí. Abrí un ojo y la luz de la mañana casi primaveral me dio de lleno.

Abrí el otro ojo. Miré hacia donde venía la voz y la música. Comencé a entender todo lo que me había pasado en el viaje en el 45. Será la última vez que me duerma con el televisor encendido con ese DVD con el documental sobre colectivos porteños.

El reproductor estuvo toda la noche pasando ese video una y otra vez. Justamente hablado de la línea 45 y el interno que aparece en el documental en blanco y negro es el 19. Juro que es la última vez que me pasa. Además el antebrazo izquierdo me duele y tiene un hematoma.

Mauricio Uldane

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